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Pes Pérez, el gran dictador

Fue un gran árbitro, recto, valiente, pero su dureza con los jugadores, su falta de mano izquierda, le enfrentó a todos los dirigentes y clubes y especialmente a Real Madrid y Barcelona; tardó en salir muchas horas de bastantes campos

por Tomás González-Martín

José Donato Pérez Pérez nació en Zaragoza de 1947 y ha muerto en Zaragoza el 17 de diciembre de 2022.

No ganaba para ruedas. En aquellos tiempos los árbitros cobraban poco dinero y las actuaciones de José Donato Pes Pérez en el césped, recto, hermético con los futbolistas, sin dejarles hablar, con la tarjeta de amonestación al instante, le hicieron ser odiado por todos los equipos. Al final de demasiados partidos, sí, en Primera División también, se encontró con las cuatro ruedas pinchadas del coche que tenía aparcado en los bajos de los estadios.

Cabalgamos, Sancho, nos decía cuando analizábamos con él todos los jaleos que los jugadores montaban a su alrededor. Cuando hablabas con él era igual que cuando arbitraba, no tenía doblez, iba de frente y eso era un problema en un mundo del fútbol acostumbrado a echar la culpa a los colegiados de todos de los problemas del mundo. Ni un presidente, ni un entrenador, ni un jugador tenían culpa de nada. La culpa de sus derrotas y de sus ineptitudes eran siempre de los colegiados. Era un planeta fútbol el que no había un presidente que no culpara a los colegiados de sus malos fichajes, de sus malas plantillas y de sus fatales planificaciones. Un fútbol primitivo, en el que la culpa siempre era del otro. Y en esas llegó Pes Pérez para poner mano dura e incendiar un mundo que ya venía con la gasolina preparada.

Fue precisamente esa dureza de comportamiento y su dictadura en el campo la que le elevó a Primera División de manera meteórica. Aquel fútbol era muy violento, con entradas a Maradona que le partían la rodilla y con todos los futbolistas protestando y chillando. Echaban al público encima de los árbitros para tapar lo duros y lo malos que eran, en los dos sentidos, técnicamente y como deportistas. Y en esa selva, José Donato Pes Pérez no admitía una protesta a los futbolistas, se ponía firmes delante de ellos y sacaba tarjetas como si fueran invitaciones a su boda.

Recordamos un partido del Valencia contra el Sevilla en Mestalla, en el ecuador de los años ochenta, cuando señaló un penalti dudoso en el último minuto a favor del conjunto hispalense. Tenía un par, era enormemente valiente en un fútbol con muchos árbitros que se asustaban en los campos ante la violencia predominante en la grada y en el césped. Ganó el cuadro andaluz gracias a esa pena máxima y miles de aficionados locales le esperaron a las puertas del estadio durante horas. Integro, defensor a ultranza de sus decisiones, José Donato le decía a la Policía Nacional que quería salir por la puerta sin importarle todo lo que había afuera. «Le van a matar, hay miles de personas y no vamos a poder protegerle», le decía al responsable de seguridad de Mestalla. Tras cuatro horas encerrado en el vestuario arbitral, convencieron al testarudo aragonés para que saliera en un coche policial por una puerta secundaria.

Nos gustaba este tozudo zaragozano por esa reciedumbre para defender sus posiciones. Pero esa dura personalidad chocaba con los grandes intereses del fútbol. El Real Madrid y el Barcelona no le querían para nada, porque era recio en sus determinaciones y aplicaba el Reglamento a rajatabla. No le dudó la mano en expulsar a Maradona por primera vez en la historia de España en un derbi catalán. Y el madridismo lo odiaba.

Al principio, sus decisiones perjudiciales para el Real Madrid durante varios años le crearon la fama de antimadridista. Pero después también enfadó al barcelonismo, hasta que la selva de este fútbol entendió que José Donato era diferente y no se casaba con nadie, ni era diplomático con nadie. Desde luego, nunca habría podido ser ministro de Asuntos Exteriores, porque habría incendiado el planeta y organizado la tercera guerra mundial. Pero habría sido el hombre más bueno del mundo para recibir un premio universal a la justicia. Su moral, su sentido espiritual de la justicia, era insuperable. Ya escuchabas hablar y le admirabas por esa integridad. Y ya se sabe que ser libre tiene un precio muy alto.

Su carácter incorregible y su forma de arbitrar, manu militari, sin miedo a nada ni a nadie, en cualquier división, fuera en Segunda o en Primera, le hicieron ascender a las máximas alturas del arbitraje español y continental muy rápidamente. Pitó varios clásicos y su dictadura reglamentaria los encendió de polémica, aunque para el gremio arbitral estuvo magnífico. Ese hermetismo habitual también triunfó en Europa. Fue muy respetado en las competiciones continentales, muchísimo más que en nuestro balompié.

Esa rectitud y su amor despiadado por las tarjetas amarillas, antes blancas, y rojas, alimentaron todo el primitivismo humano de las gradas en todos los campos de España. Sin embargo, fue un pionero. Los dirigentes, los futbolistas y los aficionados empezaron a cambiar al ver que había árbitros que tenían los borceguís bien puestos para enfrentarse a los famosos y a los líderes. Perdió demasiadas horas de su vida encerrado en los vestuarios hasta que los radicales le dejaban salir. Y no le importó saber que una vez que llegaba a un campo saldría de noche, rodeado de asesinos potenciales que le esperaban fuera para darle besitos. Pero nunca se bajaría del burro de su justicia.

Nos rodea la tristeza al recordar los buenos momentos vividos al lado de este Quijote con barba cuya lanza eran las cartulinas rojas, que luchaba contra molinos de viento.

Muchas veces le decíamos con humor que no se complicara la vida en los últimos minutos con un penalti dudoso para que pudiera irse a cenar tranquilo. Incluso le picábamos con una pregunta de broma de la que conocíamos la respuesta: ¿José Donato, si tu novia te espera en el hotel y hay un penalti a favor del equipo visitante en el último minuto a las 6 de la tarde, lo pitas, o no lo pitas y te vas al hotel tranquilo con tu pareja a disfrutar? «Pues mi supuesta novia tendrá que esperar, porque voy a pitar el penalti y si no me dejan salir los aficionados durante horas, pues allí me quedo». Y nos partíamos de risa. Una broma que sencillamente era un grandioso homenaje a su enorme integridad.

Le rendimos pleitesía por esa rectitud radical en su deseo ser totalmente justo, aunque se equivocara. Fue un ejemplo y un profesor para muchos árbitros posteriores. Y allí, en el cielo, le está explicando ahora a Diego Armando, muy serio, sin un atisbo de sonrisa, la razón por la que le expulsó hace cuatro décadas. «Eres un boludo», le ha dicho Maradona con ironía. Y José Donato, que no es sutil ni en el cielo, le ha sacado otra tarjeta roja. FIN. Un abrazo!!

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