José Manuel Cuéllar Campoy nació en Madrid el 12 de diciembre de 1953 y ha muerto en la capital de España el 23 de enero de 2023.
Empezó a labrarse un nombre como periodista deportivo en El Alcázar, para saltar ABC justo antes del Mundial de 1982. En el histórico periódico escribió desde ese año hasta 2016. Fue cronista del Real Madrid y de la selección española de fútbol en el Mundial de Sudáfrica y en la Eurocopa 2012. Fue también un crítico mordaz tanto en el cine como en la música.
Periodista con sabiduría, duro cronista de fútbol, sarcástico crítico de cine y de música, era un golfo redomado y gracioso, un vividor, un ligón eterno al que Laura toreó, lidió y consiguió bajar el morro con su arte femenino en los últimos tiempos. Cuéllar me pidió al jubilarse que escribiera la verdad cruda de su vida cuando llegara la hora, sin dejarme nada y así lo hago: «Cuando escribas mi necrológica, porque te tocará hacerla, cuenta todo lo que sabes y no ocultes nada». Así lo hago, aunque esperaba haberlo hecho veinte años más tarde.
Mientras hacía información sobre el Real Madrid, el Atlético, la Federación o la Liga, trabajo que compartíamos en ABC, José tenía una segunda vida. Quería ser actor de cine y cantante de rock, para ser ligado en vez de tener que ligar. Nunca nos reiremos más que cuando surgió en 1984 la serie Miami Vice. Rubio y con ojos azules, José quería ser Don Johnson y se nos aparecía en el periódico con las mismas camisetas del guaperas pegadas al cuerpo, haciendo posturas extrañas con el brazo levantado, agarrando las perchas para que viéramos su torso. Las chicas de la redacción se tronchaban de risa.
También quería ser el líder de un conjunto de rock, pero como no sabía cantar, se dedicó a escribir de ellos. Y había grupos tan malos que los justos mandobles escritos de Cuéllar hacían que los músicos le llamaran porque querían pegarle. Alguna vez le tuve que esconder para que no le encontraran, porque le amenazaban incluso en la puerta del periódico y yo le tenía que sacar por la puerta de atrás.
Periodista de raza, May, la madre de su hija, tuvo que soportar las infidelidades constantes de su otro yo, de esa otra vida. Cuéllar me involucraba a mí y a otros compañeros para que taparamos sus andanzas y dijéramos que estaba cerrando el periódico en talleres, cuando todos sabíamos, empezando por la dulce May, que se había ido de marcha.
Nada más acabar cada jornada intentaba pasárselo bien. May acabó por desencantarse. Un verano, en el ecuador de los años ochenta, ella me pidió que la buscara un hotel en Benidorm, donde yo contaba con mi bueno amigo Juan Carlos López Bachiller, director de la cadena de Paco García, para pasar unos días de agosto sin que Cuéllar supiera donde estaba. Y él, que se las sabía todas, me preguntó si yo tenía conocimiento de dónde estaba ella. Lo sospechaba. Le mentí y le dije que no tenía ni idea. Y él sabía que ella solo podía haber contactado conmigo y que la estaba protegiendo. Admitió el contragolpe de su mujer con deportividad. Fue el preludio de encauzar sus vidas por caminos diferentes.
«El tal José Manuel Cuéllar, compañero del tal Tomás González»
Así hablaba de nosotros José María García cuando publicábamos informaciones críticas de algún futbolista que se quejaba ante el legendario «Butano»
«El tal José Manuel Cuéllar, compañero del tal Tomás González». Así hablaba de nosotros José María García cuando publicábamos informaciones críticas de algún futbolista que se quejaba ante el legendario «Butano». Y es que José Manuel y yo fuimos amigos, compañeros en el periodismo deportivo, uña y carne en los equipos de fútbol y de fútbol sala de la facultad de Periodismo de la Complutense, y especialmente amigos de aventuras y de locuras, todas ellas generadas por «la pluma asesina». Este apelativo se lo ganó a pulso con sus críticas feroces a equipos y jugadores. El sobrenombre nació tras una durísima crónica suya contra el Real Madrid, en diciembre de 1989, tras empatar sin goles goles en Vigo. Jose, que así le llamaba yo, relató que algunos futbolistas del conjunto blanco no deberían vestir más esa camiseta, por vergüenza. Al día siguiente, en el vuelo de regreso a Madrid, Cuéllar volvía en el mismo avión que el equipo blanco y en la espera para recoger las maletas fue increpado por Schuster y por el argentino Ruggeri, quién le golpeó con su gran bolsa de viaje. Unos días después, Agustín, guardameta del Real Madrid, encabezó un manifiesto de la plantilla pidiendo más respeto a los profesionales en los artículos. Los colegas del periódico y de otros medios definieron desde ese momento a Cuéllar como «la pluma asesina», una metáfora que José encajó con similar deportividad.
Conocí a Cuéllar en 1977, cuando yo trabajaba en la Hoja de Lunes de Madrid y él en ABC. Y desde 1983 fuimos compañeros en el periódico de la calle Serrano. Lo que más le gustaba era escribir crónicas de fútbol. Fue el cronista de las victorias de la selección española en el Mundial de Sudáfrica y en la Eurocopa de 2012. Pero también era un cinéfilo enfermizo y un amante del rock duro, de la música que surgía de los antros de los barrios bajos, antros que olían a orín y a cerveza, a los que me arrastraba para impregnarme de su gusto, desde Usera a Embajadores. El único sitio decente al que me llevó siempre fue al maravilloso Rowland, para compartir copas con la canallesca de la prensa deportiva de Madrid.
Su amor por el cine tenía también la intención de conocer a las actrices. Entrevistó a muchas de ellas y salió con algunas. Nunca olvidaré lo mal que lo pasó cuando una conocida actriz se desmayó en sus brazos en la habitación de un importante hotel de Madrid. La actriz había consumido estupefacientes. José me llamó para decirme lo sucedido y le respondí que llamara a emergencias inmediatamente. Ella solía nadar desnuda en la piscina del hotel y ya le había dado un susto semanas antes por esa adicción. Todo se solventó bien tras aquel desmayo. Pero Jose siempre jugaba en el riesgo, siempre iba al límite.
Ligón eterno, no había chica en la prensa a la que Cuéllar no le hubiera tirado los tejos. No dejaba ni una viva. Y todas sonreían ante las diabluras de este seductor de barrio convertido en una pluma temida. Laura, a la que conoció cuando era becaria, supo domarle en la madurez.
Fue un gran periodista. Veía muy bien el fútbol. Se me va un amigo, el último mohicano de los conquistadores de antaño. Un peligro irredento para las mujeres. Un peligro para mí, víctima de sus locuras, de sus aventuras al límite del mal. Echaré de menos su desvergüenza. Ya no queda nadie como tú, pluma asesina. Y desde el purgatorio estarás leyendo que hay una cosa que no cuento, porque ya sería excesivo. Perdoname.